“Me llamo Zahra. Tengo 15 años. Si las niñas aún pudiéramos ir a la escuela, estaría en noveno [3º de la ESO en España]. Cuando los talibanes cerraron nuestros institutos, mi mundo se derrumbó; no poder aprender me resultaba insoportable. Cuando oí hablar de una escuela clandestina para niñas, asumí ese riesgo”. Zahra es una de los centenares o tal vez miles de adolescentes —nadie sabe cuántas son— que desafían a los talibanes en Afganistán estudiando en secreto con más de 12 años. Esa edad es para los fundamentalistas la frontera tras la que imponen la ignorancia a las mujeres. La educación a las adolescentes fue uno de los primeros derechos de una lista enorme que los radicales han arrebatado a las afganas tras retomar el poder en agosto de 2021. Un nuevo año académico de Secundaria acaba de empezar en el país, pero sin niñas, por tercer curso consecutivo.Todas las mañanas, Zahra esconde sus libros en bolsas de la compra y sale de casa. El hecho en Occidente banal de ir al colegio le exige tragarse su miedo y cambiar su itinerario cada día. Un día los fundamentalistas la pararon. Uno de ellos registró su bolsa y le preguntó por qué llevaba tantos papeles: “Mis manos temblaban. Me obligué a sonreír y le dije que había estado de compras. Me miró fijamente durante lo que me pareció una eternidad antes de dejarme marchar. Me fui con el corazón que se me salía del pecho”.Afganistán es el único país del mundo donde se priva a las mujeres y niñas del derecho a la educación al acabar la enseñanza primaria. Unicef calcula que 400.000 menores se han sumado este curso a las adolescentes privadas de estudiar: 2,2 millones. A ellas se añaden las jóvenes que tampoco pueden asistir a la universidad, cerrada para ellas en diciembre de 2022, y ahora ni siquiera pueden formarse en profesiones sanitarias, vetadas en diciembre de 2024.Como Zahra, muchas afganas han buscado alternativas a la educación formal que se les niega, poniendo en riesgo sus vidas en un país en el que rige un “apartheid de género”, según Naciones Unidas. Pero incluso esas alternativas han ido siendo cercenadas por los fundamentalistas, que han clausurado academias privadas y centros de ONG o de la ONU, donde las jóvenes estudiaban inglés o formación profesional. Aún persiste la vía del aprendizaje por internet, pero, en un país en el que solo el 18% de la población utiliza la red, en datos del Banco Mundial (en España, más del 95%), esa herramienta se circunscribe a las élites y a la incipiente clase media.Las escuelas clandestinas son lo único que les queda, pero solo una minoría accede a ellas. Para Zahra, su clase —ilegal para los talibanes— es “el único lugar” donde aún ve “un futuro”; donde le parece que sigue “existiendo” y no se siente “impotente”. Su escuela “es mucho más que un lugar donde aprender: es todo. Es un salvavidas”.Zahra y el resto de afganas citadas en este reportaje contestaron por escrito a este diario a través de Femena, una organización de derechos humanos con sede en EE UU que apoya a los movimientos feministas en Oriente Próximo y Asia, y que también tradujo sus testimonios. Estas afganas viven en Kabul, Kapisa (este) y Badakhshan (noreste) y sus nombres han sido modificados por seguridad. Femena tiene contacto con cinco escuelas clandestinas para niñas en Afganistán, precisa por videollamada Zubaida Akbar, su directora de proyectos para este país.Sin apoyo internacionalSi las jóvenes que frecuentan estas escuelas se arriesgan, mucho más lo hacen sus profesoras. Por citar un caso, en diciembre de 2023, los talibanes irrumpieron en la casa de una exestudiante de Derecho que gestionaba un aula clandestina en Kabul. Tras amenazar con matarla a ella y a su familia, le propinaron una paliza y la azotaron. La joven quedó con secuelas en una pierna y vive desde entonces escondida.Estas docentes —antiguas profesoras y funcionarias, activistas o universitarias— asumen ese riesgo sin percibir ninguna remuneración por su trabajo. Tampoco tienen ayuda de una comunidad internacional que se “ha echado atrás muy rápidamente ante las prohibiciones de los talibanes” y ha evitado plantarles cara, deplora Akbar. Excluidas de la financiación de ONG y agencias de la ONU, que alegan “problemas de seguridad”, critica la experta, estas mujeres a menudo enseñan “en la parte trasera de sus casas, donde están las cocinas tradicionales, o con un papel pegado a un saco de paja” a modo de pizarra, destaca la responsable de Femena.Una profesora enseña matemáticas en un papel pegado a un saco de paja, en una escuela clandestina para niñas en Afganistán, en una imagen cedida por la organización Femena.FEMENABeheshta tiene 34 años y es la directora de un colegio clandestino que ha llegado a tener 180 alumnas, de entre 13 y 18 años. Esta graduada en Literatura abrió un instituto secreto, inicialmente en su domicilio, porque le resultaba “insoportable” ver “los problemas emocionales y de salud mental” de las adolescentes por haber sido privadas de educación. “He afrontado dificultades indescriptibles y sufrido amenazas continuas contra mí y mi familia”, asegura.Su escuela tiene ahora cuatro clases, donde se enseña física, química, matemáticas, inglés, historia, geografía, lengua (dari) y arte. El colegio cambia de ubicación dos veces por curso. En total, han tenido que mudarse ya en seis ocasiones.Darya, otra profesora de 30 años, explica cómo las estudiantes llegan a su escuela “en grupos pequeños, como si estuvieran visitando a amigas, y en horarios diferentes para evitar llamar la atención”. “Los libros los tenemos escondidos y el horario es también flexible”, añade. En otro colegio, el que fundó Ariana, una profesora de matemáticas de 48 años, las alumnas fingen asistir a clases de costura o del Corán. En sus bolsos acarrean vestidos viejos. La escuela guarda una fotocopia de los manuales, para que no tengan que llevarlos encima.“Enseño matemáticas, inglés y ciencias. Al principio, tenía 22 estudiantes de entre 13 y 18 años en tres turnos. Después de mudarme a otra ciudad, monté otra escuela en casa con dos clases, una para chicas de 15 y 16 años, y otra, de 17 y 18 años”, explica Ariana. “Al principio, daba las clases en mi casa”, asegura. Después llegó a instalar la escuela en la trastienda de una panadería. Esta afgana sigue con su actividad, porque si “abandona”, sus alumnas “perderán toda esperanza en el futuro”.OscuridadAriana ocupó un alto cargo en un ministerio antes de que los talibanes despidieran a las funcionarias. Las afganas tienen vetados la inmensa mayoría de los trabajos —en la Administración, la banca, las ONG, Naciones Unidas, las fuerzas de seguridad y hasta las peluquerías—, no pueden viajar sin un pariente varón ni obtener los documentos sin su permiso. Tampoco entrar en parques, jardines, ni baños públicos. Muchas dicen que a los fundamentalistas solo les falta prohibirles respirar. Y casi no es una metáfora: tienen que cubrir sus rostros completamente, excepto los ojos. Tampoco pueden cantar ni asomarse a una ventana.Estas mujeres mencionan a menudo la palabra oscuridad. Como Shajan, la madre de otra alumna, que desconoce incluso su propia edad: “He pasado toda mi vida en la oscuridad: analfabeta, dependiente y sin opciones. Luché mucho para que mi hija no compartiera mi destino. Quiero que sepa leer, escribir, soñar, que tenga una vida diferente de la mía. No quiero que crezca ciega al mundo, como crecí yo, por eso permito que asista a una escuela clandestina. Mi marido no sabe dónde va y yo le digo que va a un curso de costura, pero nos ha amenazado con consecuencias si descubre que no es cierto. Prefiero correr ese riego que ver cómo a mi hija le roban su futuro”.La de las escuelas clandestinas es una vieja tradición que ya existió durante el primer periodo en el poder de los talibanes (1996-2001), aunque se sabe muy poco de ellas. Un informe de 1997, citado por The conversation, señalaba que el Comité Sueco para Afganistán apoyaba 125 escuelas para niñas y 87 escuelas primarias mixtas y escuelas hogar clandestinas.Entonces y ahora, muchas afganas nunca se han rendido, pese a que a menudo se las retrata como meras víctimas. Zahra, la estudiante de 15 años, no renuncia a su sueño de estudiar Medicina en la universidad: “No importa la dureza con la que [los talibanes] tratan de pararnos”, dice la joven, “yo todavía tengo esperanza”.

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