Yákov Goliadkin —un oscuro funcionario público— ve desmoronarse su mundo cuando irrumpe en su vida un doble exacto de sí mismo. ¿Su nombre? Yákov Goliadkin. ¿Su personalidad? Justo la contraria. Donde uno es tímido, el otro se impone; donde uno duda, el otro avanza.El personaje fue creado por Dostoyevski, pero nos servirá para echar luz sobre un protagonista más cercano. Un actor contemporáneo que, como Goliadkin, se desdobla: Morena: el partido-movimiento.En el principio fue el Movimiento, y el Movimiento llevaba el nombre de Regeneración Nacional.Andrés Manuel López Obrador, junto a quienes lo precedieron y acompañaron, engendró a Morena —el movimiento— en los oscuros años calderonistas que siguieron al negado fraude electoral. Su propósito era tan claro como ambicioso: impulsar una lucha ética por la transformación de la vida pública.El movimiento se concebía como una forma de organización popular que reconocía al pueblo como autoridad legítima y a la ética como pilar fundante. Morena —el movimiento— sería fuerza viva: crítica y vigilante.Así, tras miles de asambleas informativas en plazas públicas y después de caminar el país entero, la voluntad de construir una nueva forma de organización social tomó forma. El 2 de octubre de 2011, el movimiento celebró su asamblea constitutiva. El Auditorio Nacional rugía.Claudia Sheinbaum Pardo pronunció la primera palabra.Luis María Alcalde, la última.Tiempo después, al romper con el frente progresista liderado por el partido del sol azteca, se abrió un debate: cómo organizar al movimiento territorialmente y evitar su fragmentación electoral. De aquella discusión, nació un partido.Así, Morena —el partido— vio la luz formalmente el 9 de julio de 2014, cuando el Instituto Nacional Electoral resolvió procedente su registro como partido político nacional. El movimiento tendría un doble: un brazo electoral. Por la coincidencia en el nombre y la cercanía de su nacimiento, ambas entidades —partido y movimiento— suelen confundirse. Aunque han caminado juntas, no son lo mismo: al partido se ingresa mediante un acto formal de afiliación; al movimiento se pertenece por afinidad ética.La relación no duró largo.La tensión entre hermanas era tan previsible como estructural. Los triunfos electorales de Morena —el partido— atrajeron a quienes nunca compartieron la causa fundadora. Arribistas. A ello se sumó el peso del mandato y su inevitable carga de realidad: lo que se gana en gobernabilidad, se pierde en ética. Pragmatismo.Durante años, partido y movimiento caminaron siameses, unidos por el padre. A Andrés Manuel —cada vez más pragmático— todo se le perdonó. Su autoridad moral alcanzó para reparar grietas y desaparecer fisuras.Pero una década no pasa en vano. Incluso bajo el liderazgo del tabasqueño, el desgaste comenzó a notarse. Él mismo percibía la avaricia y la colonización. En más de una ocasión lanzó críticas directas contra los suyos: los llamo oportunistas y les reprochó creerse indispensables.Hoy —con la luz de Andrés Manuel apagada— las malas prácticas titilan. Los jefes —aquellos que se contenían mientras él observaba— ahora se dan vuelo. Protegen a Cuauhtémoc, posan con Yunes, aplazan la prohibición del nepotismo y reviven viejas mañas. Sin aquel viejo faro, las sombras andan más cómodas.Con cada error, el movimiento retrocede un paso. El monolito comienza a cuartearse y algunas figuras, lápiz en mano, se redibujan a sí mismas hasta volverse caricaturas de lo que algún día representaron.—Por el bien de todos primeros los pobres —declaran millonarios vestidos de guinda. Ambiciosos vulgares que olvidan que el partido se vuelve tricolor en cuanto pierde la reserva moral que le permitió nacer.El divorcio entre partido y movimiento era destino. La invasión, inevitable.Tiendo a pensar que así lo pronóstico quien ya se ha ido. Él —tan sensible a las traiciones, tan atento a las corrientes— al escindir Morena en dos cuerpos, dejó abierta una vía de escape para los fieles. Un bote salvavidas que pudiera sobrevivir al naufragio del partido y su corrupción. Un búnker moral para los leales a los principios de la regeneración cuando el edificio político comenzará a tambalearse.Cuando los malos se equivoquen —y lo harán— el partido será piñata y el movimiento salvación.Claudia Sheinbaum entiende bien esta dualidad. Es precisamente esa división entre partido y movimiento la que le permite salir intacta de la podredumbre de quienes le operan. Esa separación —sumada a la alta aprobación entre sectores opositores— ayuda a explicar la brecha: una presidenta con el 82% de aprobación frente a un partido que apenas alcanza el 50%. En la contradicción habita la estrategia.Sheinbaum está cubierta del mismo ungüento protector que resguardo a su predecesor. Su autoridad moral opera como barricada: detiene, al menos hasta ahora lo ha hecho, el desgaste que provocan los actos de sus operadores políticos en el Congreso.Y mal haría en no aprovecharlo, justo ahora que necesita gobernabilidad, alianzas y contención.Llegará el momento.Llegará el momento de recordarle a los disfrazados —aquellos para quienes solo existen individuos, y Morena, el movimiento, no es más que una abstracción— que se han equivocado de identidad.Han habitado el doble equivocado.

Morena: entre el partido y el movimiento | Opinión
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