Enterrada la consulta popular –por inanición política al aprobar el Congreso la reforma laboral y por la abierta inviabilidad jurídica del ‘decretazo’–, urge hacer un control de daños sobre lo que representó este episodio para el país y todo su andamiaje institucional.Fueron dos meses largos en los que la Comisión Séptima de Senado, con argumentos pero sin lectura de la realidad política, tomó la legítima decisión de hundir la reforma en su tercer debate. Esto generó la respuesta también legítima –ojo, que no es lo mismo que acertada ni tampoco conveniente– del Ejecutivo de acudir a una consulta, supuestamente para que el voto popular obligara al Congreso a cambiar la legislación laboral.Hasta ahí, todo en el marco de la Constitución y la ley. Pero eso no puede decirse de la indebida presión encabezada por el propio Presidente de la República para tratar de forzar al Senado a que le diera el sí a su consulta, que se reflejó en el uso en plena tarima y en redes de términos como ‘h. p.’ para referirse al presidente del Senado y los imprudentes llamados a “borrar” a los congresistas que se le opusieran, con la aclaración a punto seguido de que se trataba de no votar por ellos en las próximas elecciones. El Senado no se dejó presionar y, de nuevo, en el marco de sus atribuciones legítimas, negó la consulta y además revivió la reforma laboral. Y fue entonces cuando el Presidente firmó su famoso ‘decretazo’, con el que desconoció olímpicamente una decisión de otro poder público, el Legislativo, y trató de saltarse al Judicial.El Congreso aprobó en tiempo récord la reforma y tanto la Registraduría como el Consejo de Estado se plantaron para atajar, mientras llegan las decisiones de fondo, los efectos del decreto que citaba la consulta popular para el 7 de agosto. El viernes, el presidente Petro dijo que derogaría su ‘decretazo’, pero lanzó un nuevo globo jurídico-político: el de una constituyente promovida por la vía de una papeleta entregada en las elecciones del 2026.Al final, la consulta a las malas no prosperó. Pero ¿eso significa que no pasó nada? “Nadie puede decir que el Presidente de la República ha roto la institucionalidad. Lo que trae son propuestas, pero nadie puede decir que ha fracturado la institucionalidad”, respondió el procurador Gregorio Eljach.Es, sin duda, una posición que sirve para desescalar la polarización que nos asuela. Pero los hechos son tozudos. Los intentos del Presidente por capitalizar políticamente lo que llama ‘poder popular’ han marcado sus tres años de mandato. Pero esta vez pasó del discurso a los hechos: hubo un decreto, el 0639 del 2025, que firmaron él y –a regañadientes– todos sus ministros y que pretendió que el máximo órgano de lo electoral, la Registraduría, atendiera una orden que iba abiertamente contra lo establecido en el artículo 104 de la Carta Política.La institucionalidad –el Congreso, la Registraduría y el Consejo de Estado– cumplió su papel y el resultado es que se conjuró lo que muchos consideraban una clara maniobra electoral del Gobierno. Terminó el partido político. Pero lo que le conviene a la democracia es que tanto el Consejo de Estado como la Corte Constitucional aborden de fondo el análisis de este inédito episodio y dejen claro si las disruptivas ideas del ministro Montealegre sobre la aplicación del uso de la excepción de inconstitucionalidad eran válidas o si constituyeron un intento de aderezar jurídicamente un prevaricato, con todo lo que eso implica para los padres y firmantes del ‘decretazo’.JHON TORRESEditor de EL TIEMPOEn X: @JhonTorresET

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